lunes, 13 de agosto de 2012

Algarabía de los sentimientos -Capítulo 1. Parte 2-

       Capítulo 1. Cuando quise dejar de llorar
        



        Las clases transcurrieron con normalidad, o por lo menos hasta que el receso acabó.
        A mitad de la clase, una mujer tocó la puerta y le pidió a la maestra un minuto de su tiempo. La maestra dejó el frente y fue a la puerta, después de que hablaron la misteriosa mujer entró al salón y se puso al frente de todos.
        -Chicos, mi nombre es Larissa, y soy la nueva psicóloga. –Se presentó con un tono suave y pintoresco. Nosotros nos mirábamos mutuamente, como si buscáramos respuesta en los ojos ajenos. –No sé si recuerden que hace una semana se les hizo escribir algunas cosas en una hoja. –No fue muy difícil recordar, ya que en esa hoja decía que debíamos escribir lo que más nos había causado daño  y que no podíamos olvidar, yo escribí lo de mi papá, aun si era tonto contarle eso a una hoja. –Bueno pues… los nombres que voy a mencionar, son de las personas que necesito que me acompañen. –Puso la hoja que llevaba frente a ella y comenzó a leer. –Amanda Arango, Roberto Beltrán, Rosa Martínez, Gabriel Rosales, Abril Román y Dana Morales. Por favor, las personas que mencioné, salgan del salón.
         Hicimos lo indicado y después ella hizo lo mismo. Nos llevó a una oficina que estaba al fondo del pasillo, que ciertamente nunca había visitado.
        -Bien, amores, necesito que se sienten en el suelo. –Su tono ahora era un poco más suave que en el salón de clases.
        El piso estaba alfombrado, así que ninguno replicó. Todos miramos a nuestro alrededor, ya que era un sitio que hasta ahora no conocíamos. Las paredes eran color caoba, y la alfombra era café oscuro. Sólo había un escritorio y una silla detrás de él, aunque también estaba una puerta (una distinta a la que habíamos utilizado para entrar), pero nadie se atrevió a preguntar a donde llevaba.
        -De seguro se están preguntando porque los traje conmigo exactamente a ustedes.
        Acertó.
        -Bien, por sus caras puedo confirmar que así es. –Sonrió y luego prosiguió. –En la hoja de aquella vez, se les indicaba que escribieran que era lo que más les molestaba, les dolía, les fastidiaba, hasta ahora. Muchos escribieron que el que sus papás no los dejaran ver tele hasta tarde, otros el que sus hermanos los molestaran mucho, entre otras cosas, pero ustedes, ustedes chicos, están aquí, porque necesitan apoyo con los problemas que tienen en casa.
         ¿Eso quería decir que estábamos locos o que para allá íbamos?
         -Claro, no digo que los problemas de los demás niños no sean grandes, pero cada quien tiene un grupo en el cual habrá niños con problemas similares. Ahora, antes de continuar, todos ustedes deben de hacer una promesa conmigo. –Nos miró a cada uno con una seriedad extraña, y digo extraña porque su cara estaba muy cerca. –Deben de prometerme que nada de lo que se diga aquí va a decirse allá afuera, ¿ok?
          Todos prometimos no decir nada y después vino lo difícil, ella nos pidió que contáramos enfrente de todos, nuestro problema.
          Ese día confirmé lo grande y doloroso que podía ser el mundo. Me enteré de la enfermedad terminal del hermanito de Amanda, y de las peleas diarias de sus papás por la desesperación de estar a poco tiempo de perder a un hijo. Supe que Roberto vivía con sus tíos porque sus papás habían muerto en un accidente, él también nos dijo que aún los extraña y que procura que sus tíos no lo vean llorar para que no se preocupen. Rosa nos dijo que hacia mucho tiempo que no tenía una verdadera charla con su mamá, porque esta se la pasaba trabajando para darle una vida mejor, nos confesó que ella realmente quería decirle a su mamá que solamente quería pasar tiempo juntas. Gabriel nos dijo que hacía poco se había enterado que era adoptado, él amaba mucho a sus padres adoptivos, pero enterarse de que los verdaderos no lo quisieron fue un duro golpe. Antes de mí, fue Dana la que contó su problema. El de ella era algo horrible, y no digo que los otros fueran menos, pero el de Dana, era más bien grotesco, no por ella sino por su padrastro que la forzaba a hacer cosas que ni siquiera quiero mencionar.
           Cuando era mi turno para contar todo, miré hacia los lados y todos éramos un mar de lágrimas. No pude evitar llorar al escuchar las historias de mis compañeros, al ver su tristeza, que de alguna manera me hacía sentir comprendida.
           -Ahora vas tú, Abril. –Dijo la psicóloga con el tono más dulce posible. Ella no estaba llorando, porque supongo que en su trabajo muchas veces habrá visto eso, pero la simpatía que sentíamos todos con ella era lo suficientemente grande como para poder confesar nuestro dolor.
          -Si. –Respondí mientras me limpiaba la cara. –Hace unos meses murió mi abuela. –Levanté la vista y miré a mis compañeros, que me escuchaban atentamente. –Esa era la primera vez que yo me sentía así de triste. Creí que no iba a haber un sufrimiento peor para mí, creí que alguien como yo no merecía un sufrimiento mayor, pero me equivoqué. Hace unos días, perdí a la persona que era más importante para mí, y no es que haya muerto, es que simplemente desapareció. –De nuevo las lágrimas brotaron, esta vez ni siquiera me molesté en limpiarlas; con todo lo que había llorado últimamente, sabía que no iba a parar por un buen rato. -Mi papá no era ese monstruo, él era bueno, amable, cariñoso, él no era así, el padre que yo amaba no era así.
          -¿Así como? –Preguntó Dana que mostraba terror en sus ojos.
          -Él le ha pegado a mi mamá desde hace tiempo… no sólo eso, le es infiel todo el tiempo y es… es… una mala persona, pero yo también lo soy, porque no ayudé a mi mamá cuando pude. Soy una mala persona, soy igual que él. –Todos me abrazaron y lloramos juntos. Era una calidez impresionante, era como si de repente la soledad en mi corazón fuera sacada de él por un momento y tan sólo hubiera empatía. Comprendíamos el dolor del otro, sabíamos lo que era sentir rencor, tristeza, lástima, ira. Nadie dijo nada por un buen rato, y eso fue lo que más me hizo sentir feliz, que de la boca de nadie salió un: “pobre, que lástima, no te preocupes”, entre otras cosas que últimamente escuchaba a menudo. 
          Después de un rato, todos dejamos de llorar. Estábamos un poco más felices, al parecer todos necesitábamos llorar frente a alguien que nos comprendiera aunque sea un poco. La psicóloga nos dijo que al llegar a casa buscáramos algo que pudiéramos romper y en eso descargáramos todo el sentimiento que teníamos dentro.
          Esperamos un rato hasta que a nuestros ojos se les quitara un poco lo hinchado, después volvimos a nuestro salón. Desde entonces Amanda, Roberto, Rosa, Gabriel y Dana eran parte del mismo mundo que yo.
          Tengo entendido que ese día la psicóloga pidió al Director permiso para hablar con la madre de Dana, no sé exactamente que pasó después, pero ella se mudó el siguiente mes, y por consecuencia se cambió de escuela, no volvimos a saber de ella, pero de todo corazón espero que le vaya bien.
          Al volver a casa corrí a mi habitación en busca del objeto que sería víctima de mi tristeza. Encontré un peluche de un conejo, que mi papá me había regalado cuando cumplí siete. Lo puse justo en el medio de mi habitación y me puse de rodillas frente a él. Lo miré fijamente durante unos minutos, después tomé una de sus orejas y la alcé, acerqué las tijeras que tenía en la mano y cuando estuve a punto de cortar, vinieron a mí las memorias que tanto me estaba esforzando por olvidar. Recordé aquellos días donde mi papá llegaba del trabajo y yo lo recibía con un gran abrazo, también esas veces donde mis hermanos me hacían llorar llamándome “inútil”, “buena para nada”, “estúpida”, ya que siempre he sido algo torpe, pero mi papá siempre iba a buscarme a donde fuera que me escondiera y me ayudaba a volver a sonreír. Otra vez el dolor me inundó, el haber perdido a la persona que más amaba era un dolor que nunca imaginé sentir, o por lo menos no así. Estaba consciente de que algún día mi papá moriría, como todas las personas, pero podía estar segura de que faltaría mucho tiempo para eso, que cuando pasara yo sería lo suficientemente grande como para soportarlo.

       Nunca imaginé que moriría así.

       Lo maté, dentro de mí lo maté, y aunque lo hice, no pude deshacerme de su recuerdo. En ese momento el conejo representaba a él, al papá que tanto quise, y no podía matarlo, no de nuevo.
       Tan sólo lloraba frente a su recuerdo. No pude hacerle nada, no pude lastimarlo e incluso me daban ganas de abrazarlo y contarle sobre mi dolor, pero resistí.
       Tomé al conejo y lo metí en una caja, la cual guardé al fondo de mi armario, como si esperara que así se guardaran mis sentimientos. Dejé de llorar, tenía que bajar porque mi mamá me llamaba…
        
       La cena estaba lista. 

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